Los líderes rotos: la batalla silenciada
(*) Cofundador y Chief Business Officer de TalensIA HR, Ingeniero, Executive MBA y Consultor de Talento y HRBP
Dicen que un buen líder nunca muestra debilidad. Que debe caminar erguido, proyectar confianza, ser firme incluso cuando el suelo tiembla bajo sus pies. Nadie te dice, sin embargo, qué hacer cuando la mayor batalla que libras no está fuera, sino dentro. Imagina la escena. Un despacho amplio, una vista panorámica de la ciudad, un escritorio de madera noble, pulido con esmero. Frente al espejo, una persona –no importa si es hombre o mujer– que, tras asegurarse de que su vestimenta sea perfecta, ajusta su corbata o se cubre las ojeras con un maquillaje ligero. Sonríe frente al reflejo, pero esa sonrisa ya no siente. Lo que hay fuera es éxito, aparente control, la imagen que se espera de un líder. Lo que hay dentro es vacío, angustia, desconcierto.
No es un caso aislado. Detrás de muchos de esos nombres que iramos o envidiamos directores generales, presidentes, emprendedores, líderes de opinión, se esconden historias de noches sin dormir, de ansiedad que corroe, de depresión silenciada por el miedo de parecer débiles. La vergüenza de reconocer que, en algún punto del camino, se han roto. Y mientras el mundo sigue, estos líderes cargan con un peso invisible, un sufrimiento que no puede compartirse. Porque, ¿cómo pedir ayuda cuando se está al mando?
Winston Churchill hablaba de su “perro negro”, ese estado de profunda desesperación que lo acechaba durante sus momentos más difíciles. Abraham Lincoln, por su parte, libraba batallas internas mientras dirigía una nación rota, sumida en la guerra civil. Hombres que, desde fuera, parecían invencibles, pero que luchaban contra monstruos mucho más difíciles de derrotar que cualquier enemigo visible: la oscuridad de la mente.
Y es que la depresión no entiende de estatus ni de medallas. No discrimina entre el hombre que tiene un imperio bajo su mando o el que lucha por mantener su negocio a flote. Al contrario, a menudo los líderes están más expuestos, más vulnerables, porque la soledad del poder es una de las cargas más pesadas que pueden cargar.
En muchos casos, los líderes no tienen un espacio donde compartir sus temores, donde hablar de sus caídas. Están tan centrados en dar lo mejor de sí mismos, en ser ejemplos a seguir, que olvidan cuidarse a sí mismos. Y ese descuido puede pasar factura. Un liderazgo que no se cultiva desde el autoconocimiento, que no se cuida emocionalmente, puede convertirse en una prisión de expectativas, de autoexigencias y de miedos no expresados.
Es importante reflexionar sobre esta verdad incómoda: los líderes también se rompen por dentro. El liderazgo verdadero no es una cuestión de mostrar fortaleza inquebrantable, sino de ser auténtico, de ser humano. De permitirte ser vulnerable cuando sea necesario, porque, al final, ese es el tipo de líder que realmente inspira, el que sabe que su valor no se mide por la apariencia, sino por la capacidad de ser real, de conectar con los demás desde un lugar honesto y empático.
Por eso, hoy quiero invitarte a reflexionar sobre algo fundamental: que el verdadero liderazgo empieza cuando somos capaces de vernos a nosotros mismos sin máscaras, sin miedo a la imperfección. Porque solo desde ahí, desde esa honestidad, podemos liderar de manera auténtica, entendiendo que ser líder no significa estar exento de caídas, sino tener la valentía de levantarse, una y otra vez. Al final, los líderes no necesitan ser invulnerables; necesitan ser humanos. Y esa humanidad, aunque a veces rota, es lo que realmente les da poder.